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El drama de los desaparecidos en México

Luis Eduardo González, un médico veterinario, desapareció un miércoles de octubre de 2019 en una carretera cercana al Pacífico mexicano. Gracias al GPS de su teléfono, su familia encontró algunos días después la camioneta con la que él solía hacer cada semana un viaje laboral de varias horas entre los estados de Jalisco y Colima. Estaba calcinada. De él, sin embargo, no había rastro. Hasta hoy.

Más de dos años después, su madre, María Enriqueta Aragón, lleva el rostro de su hijo estampado en una camiseta blanca mientras camina bajo el sol por una zona rural del estado de Morelos, a casi 1.000 kilómetros del lugar donde se perdió el rastro de Luis Eduardo.

En el pueblo de Mixtlalcingo se han encontrado varias fosas comunes y las mujeres de la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas tienen la esperanza de encontrar más restos humanos.

Las probabilidades de que el hijo de María Enriqueta Aragón aparezca en ese lugar son mínimas, pero ella participa regularmente en esas búsquedas por todo el territorio mexicano, como las demás activistas, por solidaridad. Y, también, porque las familias de las víctimas tienen pocas alternativas, debido al insuficiente apoyo del Estado.

En la fiscalía de Jalisco, dice María Enriqueta, admiten abiertamente que su personal no es suficiente para atender los numerosos casos de desapariciones forzadas. “Me dijeron: ‘hay miles de desaparecidos en Jalisco y cada uno (de los funcionarios) tiene miles de casos'”, cuenta. Las brigadas de búsqueda las organizan los familiares por iniciativa propia y están compuestas en su inmensa mayoría por mujeres: madres, hermanas, esposas de desaparecidos.

El Estado les brinda a menudo escoltas armadas cuando entran a territorio bajo control de grupos criminales y asume las labores de exhumación cuando las mujeres localizan fosas, pero la búsqueda en sí la hacen ellas.

Más de 95.000 desaparecidos en todo el país

También las estadísticas sirven para entender la magnitud del problema. En México hay regiones en las que el conflicto no se percibe, pero varios estados están castigados desde hace años por el auge de los cárteles de la droga y de grupos criminales dedicados a la extorsión, el robo y la trata de personas, así como por los abusos de las propias fuerzas de seguridad. Según cifras de la Secretaría de Gobernación y de la Comisión Nacional de Búsqueda, en el país hay en estos momentos más de 95.000 desaparecidos. El número aumenta prácticamente a ritmo semanal.

El punto de partida para la crisis más también parece claro: los casos se dispararon a partir de 2006, tras el comienzo de la llamada “guerra contra el narco”, una fuerte ofensiva militar estatal contra los cárteles de la droga. A finales de ese año, el número de personas reportadas inicialmente como desaparecidas subió a 336, más del doble de las 160 registradas en 2005. En 2020, la cifra había ascendido a 12.503. En lo que va de este año, son 8.145.

“Existe una crisis de desaparición de personas, una crisis forense”, reconoció la jefa de la Comisión Nacional de Búsqueda, Karla Quintana, recientemente en el diario La Jornada. Las desapariciones forzadas se atribuyen a secuestros y asesinatos, pero también al reclutamiento forzado y a la trata, que afecta a menudo a migrantes. La impunidad se refleja también en el hecho de que, según la Comisión, actualmente sólo hay 35 sentencias por casos de desapariciones.

Crímenes estatales y negligencia de la Justicia

Los afectados, además, están convencidos de que la cifra real de desaparecidos supera con creces a las estadísticas oficiales. “No todas las personas denuncian”, dice María Herrera, conocida por muchos activistas e instituciones de apoyo porque tiene a cuatro hijos desaparecidos. Dos de ellos no volvieron a casa en el estado de Guerrero en 2008, otros dos desaparecieron tiempo después en el estado de Veracruz. “En mi pueblo hay más de 70 desaparecidos, y la única denuncia que existe es la nuestra”, asegura María Herrera durante la búsqueda en Mixtlalcingo. María acusa directamente a la Policía de haber entregado a sus hijos, que comerciaban con oro, a bandas criminales.

Virginia Peña, de 58 años, desconfía además de la Justicia. Su hijo Rosendo Vásquez desapareció en 2016 junto con otras tres personas con las que trabajaba en un taller mecánico en Coatzacoalcos, Veracruz. “Se lo llevó un comando armado”, dice Virginia. Rosendo salió este 2021 de la estadística de desaparecidos, porque sus restos aparecieron de repente en una morgue de las autoridades locales. “Hace dos meses me avisa mi fiscal que, como por arte de magia, habían encontrado una carpeta”, cuenta Virginia, que cree que su hijo fue víctima de un operativo estatal anunciado para combatir el ‘huachicoleo’, el robo de combustible. Hace pocas semanas pudo enterrar finalmente sus restos. Ella sigue participando en las búsquedas por solidaridad.

Defensores de los derechos humanos, en la mira

En México el peligro acecha especialmente a activistas, periodistas y defensores de los derechos humanos. Grisell Pérez Rivera es una abogada que trabajaba defendiendo a familiares de víctimas de feminicidios y de desaparición en Tlalmanalco, en el estado de México, a unos 50 kilómetros de la capital mexicana. Grisell está desaparecida desde finales de marzo. Su madre, Concepción Rivera, denuncia además que un grupo de desconocidos destruyó el albergue en el que su hija recibía a familiares de víctimas, “La cabaña de la sabiduría”, poco después de que ella no volviera a su casa. Las investigaciones sobre su caso están en marcha. Debido a las constantes denuncias por la desaparición de su hija, las autoridades consideran que Concepción Rivera podría estar en riesgo y la han sacado de su casa para trasladarla a otra ciudad de México.

Las causas de desaparición, sin embargo, son diversas. “Se llevan a quien encuentran”, dice María Herrera en Morelos tras dar su testimonio frente a una delegación del Comité de la ONU Contra la Desaparición Forzada,que visitó entre el 15 y el 26 de noviembre por 

“Toda persona está expuesta a ser desaparecida. Porque se han llevado a sacerdotes, se han llevado a doctores”, sostiene María.

Esa idea, por otro lado, alimenta la esperanza que tiene María Enriqueta Aragón de encontrar aún a su hijo con vida. A menudo se imagina circunstancias particulares para mantener la fe. “Yo no sé, me hago la historia de que con tantos encontronazos que ellos tienen donde resultan heridos, o porque esa gente tiene animales exóticos…”, dice, sin terminar la frase y dando el final por sobreentendido: María Enriqueta se anima a menudo a sí misma pensando que su hijo, el veterinario, podría estar secuestrado y siendo forzado a trabajar cuidando mascotas para algún capo de la droga.

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