Editoriales

La contribución fiscal también es justicia social

Por Manuel Cárdenas

Durante décadas, en México se normalizó una idea profundamente injusta: que los grandes empresarios podían litigar eternamente para no pagar impuestos, mientras el resto de la población cumplía —o era castigada— sin margen de maniobra. Incluso, si le preguntamos a cualquier mexicano si los empresarios pagaban impuestos, la respuesta  era “siempre se los perdonan” y justo eso era lo que pasaba, se les “perdonaban”. Ese modelo no fue casual; fue el corazón del régimen neoliberal: privatizar ganancias y socializar obligaciones.

El caso del adeudo fiscal de Ricardo Salinas Pliego y las empresas de su grupo no es un tema personal ni un ajuste de cuentas político. Es algo mucho más profundo: es la disputa entre dos modelos de país.

Por un lado, el viejo México donde los poderosos negociaban con el Estado desde arriba, amparados por despachos caros, tribunales capturados y una narrativa de “persecución” cada vez que se les pedía cumplir la ley. Por el otro, un México que empieza a decir algo elemental pero revolucionario: nadie está por encima del interés público.

La deuda —que ronda los 51 mil millones de pesos ya en fase de cobro— no apareció de la noche a la mañana. Es el resultado de años de litigios, de recursos, de amparos, de dilaciones estratégicas. Un manual clásico del poder económico: cansar al Estado, esperar el cambio político, apostar al olvido. Esa táctica funcionó durante sexenios enteros. Hoy, no.

Que el Servicio de Administración Tributaria esté en posibilidad real de exigir el pago, tras resoluciones firmes del Suprema Corte de Justicia de la Nación, marca un punto de quiebre. No porque se trate de una cifra récord, sino porque rompe el pacto de impunidad fiscal que sostuvo al viejo régimen.

Aquí está lo verdaderamente importante: pagar impuestos no es un castigo, es una obligación democrática. Es el precio mínimo de vivir en sociedad. Cuando una gran corporación no paga, alguien más paga por ella: la escuela sin mantenimiento, el hospital sin insumos, la colonia sin drenaje, el campo sin apoyo, la juventud sin oportunidades.

Por eso este caso no va de “ricos contra pobres”, como intentan caricaturizarlo. Va de igualdad ante la ley. Va de si el Estado existe para garantizar derechos o para servir de escudo a fortunas construidas al amparo del poder político.

El discurso de que “si pagan los grandes empresarios se cae la economía” es el mismo que se usó para justificar rescates bancarios, condonaciones millonarias y privilegios fiscales obscenos. La realidad demuestra lo contrario: un Estado que cobra lo que debe cobrar es un Estado más fuerte, más capaz de invertir, redistribuir y garantizar derechos.

También estaba la justificación de que los empresarios son los que generan empleos, pero ¿Por eso debían no cumplir con los que le toca?¿y esos empleos de verdad son dignos?. Una persona promedio, paga su predial durante la primera semana de enero, pero los grandes empresarios postergan y postergan el pago de sus impuestos por años.

Si esta deuda se paga —y todo indica que el proceso ya no tiene marcha atrás— el mensaje será contundente: en México ya no es opcional cumplir la ley cuando se tiene poder. No es revancha. Es piso parejo.

Y sí, incomoda. Incomoda a quienes se acostumbraron a que la ley fuera flexible para ellos y rígida para todos los demás. Incomoda porque desnuda una verdad incómoda: la riqueza sin responsabilidad social es solo acumulación de privilegios.

Este momento importa porque no se trata de un empresario, sino de un precedente. Porque detrás de cada peso recuperado hay una posibilidad de justicia. Porque un país donde los más poderosos pagan lo que deben es un país un poco menos desigual.

Y ya sea Trump invitándolo a una cena navideña o  la reina de Inglaterra a tomar el té, paga porque paga, porque  la transformación también pasa por ahí: por cobrar lo que se debe y devolverlo al pueblo en derechos, servicios y dignidad, como lo dicta el pacto social.