
Por Manuel Cárdenas
El anuncio del Plan Michoacán por la Paz y la Justicia por parte de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo marca un punto de inflexión en la forma de concebir la seguridad y la reconstrucción institucional en uno de los estados más violentos y fracturados del país. Michoacán no es un territorio más; es el espejo de los grandes desafíos nacionales: la disputa territorial entre el Estado y los grupos criminales, la desigualdad histórica en el campo, la marginación indígena y la corrupción estructural de las corporaciones de seguridad. Por eso, que el nuevo gobierno federal haya decidido colocar a Michoacán como laboratorio del modelo de pacificación nacional no es una decisión técnica, sino profundamente política.
Claudia Sheinbaum no parte de la improvisación ni del vacío. El plan retoma los principios de la Estrategia Nacional de Seguridad impulsada durante el sexenio anterior —“abrazos, no balazos”—, pero los dota de una arquitectura institucional más rigurosa, con una coordinación intergubernamental que busca sustituir la lógica reactiva por una inteligencia territorial sostenida en tres pilares: el bienestar, la investigación y la articulación civil-militar. En otras palabras, el plan reconoce que la paz no se decreta, se construye, y que la seguridad pública solo puede consolidarse cuando el Estado vuelve a tener presencia, rostro y legitimidad en la vida cotidiana de la gente.
La inteligencia como método, no como discurso
Una de las principales rupturas que introduce el plan es la centralidad de la inteligencia como método de seguridad. Ya no se trata de ampliar los operativos, sino de localizar a los generadores de violencia mediante tecnología, análisis y coordinación. La creación de unidades especializadas, drones de vigilancia, centros de investigación criminal y cooperación directa entre la Guardia Nacional, la Marina, la Fiscalía General y las policías estatales apunta hacia un nuevo paradigma: el del Estado que conoce su territorio.
Sin embargo, hay un matiz importante. En Michoacán, la inteligencia no puede entenderse como mera estrategia de contención. El problema no es solo quién porta las armas, sino por qué tantos jóvenes siguen eligiendo ese camino. Por eso, el componente social del plan es tan relevante: educación, empleo, cultura y reconstrucción del tejido comunitario. El gobierno busca, por primera vez en décadas, intervenir simultáneamente sobre las causas y las consecuencias de la violencia, no como retórica, sino como política pública integral.
El desarrollo como antídoto de la violencia
El plan plantea una inversión de más de 57 mil millones de pesos en infraestructura, programas sociales, salud y educación. Pero más allá de las cifras, lo significativo es el enfoque: colocar el bienestar como herramienta de pacificación. En Michoacán, hablar de paz sin hablar de tierra, empleo o derechos laborales es una contradicción. El impulso al campo, los créditos a mujeres, los polos de desarrollo agroindustrial en Uruapan y Morelia, y la producción forestal sustentable no solo son políticas económicas: son estrategias de soberanía territorial. Donde antes hubo abandono, el Estado intenta ahora sembrar bienestar. Es una apuesta que, si se cumple, puede restituir la confianza de los ciudadanos en sus instituciones, una confianza perdida en el fuego cruzado de la corrupción y la impunidad.
En esa línea, el reconocimiento a los pueblos indígenas y la continuidad del Plan de Justicia P’urhépecha muestran una sensibilidad política inédita: entender que la paz también implica autodeterminación, cultura y participación comunitaria. No puede haber justicia si el Estado sigue siendo un actor ajeno a la identidad de los pueblos. Y Sheinbaum parece comprender que la reconstrucción de Michoacán pasa por devolverle voz y poder a su gente.
Del militarismo al orden civil
La presidenta mantiene la presencia de la Guardia Nacional y las Fuerzas Armadas, pero con un discurso distinto: no como instrumentos de guerra, sino de proximidad y confianza. Es el intento de construir una institución de seguridad civil, disciplinada, pero socialmente cercana. El reto, sin embargo, es monumental. La militarización, una vez instalada, no se desactiva con decretos; requiere procesos de profesionalización, control civil y transparencia. El plan reconoce esta complejidad al plantear una coordinación bajo supervisión federal y al mismo tiempo fortalecer a la policía estatal y a la Fiscalía. Es un paso hacia un modelo de seguridad compartida, que, de funcionar, podría replicarse en otras regiones del país.
La política de la presencia
Hay un componente simbólico y profundamente político en este plan: la recuperación del territorio por la vía de la presencia civil del Estado. Servidores públicos casa por casa, programas sociales en cada comunidad, jornadas de paz, centros culturales, créditos a mujeres y jóvenes participando en brigadas. No se trata solo de programas: es la reconstrucción de la idea misma de Estado mexicano. Durante años, Michoacán fue el laboratorio del fracaso de la política de seguridad: gobiernos ausentes, cacicazgos locales, criminalización de la pobreza. Hoy, la Cuarta Transformación intenta hacer del mismo territorio el laboratorio de la esperanza.
La historia juzgará si este plan logra sus objetivos. Pero lo cierto es que, por primera vez en mucho tiempo, el Estado mexicano parece entender que la paz no se impone, se conquista con justicia. Y que el camino para ello no pasa por la fuerza, sino por la dignidad.
Epílogo
Michoacán no necesita más discursos; necesita presencia, honestidad y coherencia política. Si el Plan de Paz y Justicia logra consolidar sus ejes con transparencia, participación ciudadana y coordinación efectiva, podría marcar el inicio de una nueva política de Estado en materia de seguridad y desarrollo. No una política de control, sino de reconciliación. No una política de miedo, sino de comunidad. No una política de simulación, sino de verdad.
El desafío está en marcha, y el tiempo —como siempre— será el mejor juez.