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Los ataques contra los normalistas de Ayotzinapa: el relato de los sobrevivientes

La coordinación de fuerzas de seguridad y la ausencia de auxilio alimentaron la desconfianza y la exigencia de justicia

“Nos están disparando”, gritó uno de los estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa la noche del 26 de septiembre de 2014 en IgualaGuerrero.

Lo que comenzó como una actividad estudiantil para conseguir autobuses terminó en una de las noches más violentas de la historia reciente de México: seis personas asesinadas, más de 40 heridas y 43 normalistas desaparecidos.

Así lo narra John Gibler en Una historia oral de la infamia, un texto en el que, desde la voz de los sobrevivientes y familiares, reconstruyen los hechos y revela la magnitud de la tragedia y la persistente exigencia de justicia.

Ayotzinapa: escenario contrastante

La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, enclavada en Guerrero, ha sido históricamente un bastión de organización comunitaria y resistencia campesina.

Sus estudiantes, en su mayoría hijos de campesinos e indígenas, llegan a la Normal buscando una oportunidad de educación gratuitay la posibilidad de regresar como maestros a sus comunidades.

“Aquí nos enseñan a luchar por un futuro mejor y a apoyar a nuestras familias”, relata uno de los normalistas en la obra de Gibler. La vida en la escuela está marcada por la solidaridad, el trabajo colectivo y la conciencia política, pero también por la precariedad y el hostigamiento estatal.

Los estudiantes recordaron cómo, ante desastres naturales o necesidades de la población, la Normal se convierte en un centro de apoyo comunitario, mientras el Estado permanece ausente o actúa con simulación.

El 26 de septiembre de 2014, la rutina de la Normal se vio interrumpida por la convocatoria a una actividad: conseguir autobuses para la marcha del 2 de octubre en la Ciudad de México, en conmemoración de la masacre de Tlatelolco.

El inicio de una tragedia

La mayoría de los participantes eran estudiantes de primer año, acompañados por miembros del comité estudiantil. Salieron en dos autobuses Estrella de Oro rumbo a Iguala, sin imaginar que esa noche marcaría sus vidas y la de todo el país.

“Íbamos contentos, como siempre, bromeando, nadie pensaba que algo así podía pasar”, recuerda un sobreviviente. Al llegar a Iguala, los estudiantes se dividieron para realizar actividades de boteo y la toma de autobuses.

La tensión comenzó a sentirse cuando los policías federales empezaron a detener autobuses y a bajar a los pasajeros. Pronto, la situación escaló: algunos normalistas quedaron retenidos en la terminal de autobuses y el resto acudió a liberarlos.

Tras conseguir tres autobuses más, los estudiantes intentaron salir de la ciudad, pero fueron interceptados por patrullas municipales. “Nos disparaban sin previo aviso, primero al aire, luego directo a nosotros”, relatan varios testigos en el texto de Gibler.

La violencia se desató en distintos puntos de Iguala. Los testimonios coinciden en la brutalidad de los ataques: patrullas bloqueando el paso, disparos a quemarropa, estudiantes heridos y caídos en el asfalto.

Aldo Gutiérrez Solano, uno de los normalistas, recibió un disparo en la cabeza y quedó en estado de coma. Otros, como Julio César Mondragón, fueron hallados sin vida y con signos de tortura. “Vi cómo cayó mi compañero, cómo le metieron la bala en la cabeza, eso no se olvida”, narra un joven de primer año.

La intervención de las fuerzas policiales no se limitó a la municipal. Sobre el terreno, los estudiantes identificaron la presencia de policías estatales, federales y hombres armados vestidos de civil, algunos encapuchados.

“No sólo fueron los municipales, también había federales y estatales”, afirma un estudiante que resultó herido. La coordinación entre los distintos cuerpos de seguridad y la ausencia de auxilio por parte del ejército, cuyo cuartel se encontraba a escasos metros de los hechos, refuerzan la percepción de una acción 

concertada y no de un simple exceso policial.

En la sombra de la masacre

Mientras los ataques continuaban, los estudiantes buscaron refugio en casas, cerros y patios, ayudados en ocasiones por vecinos que, a pesar del miedo, les ofrecieron resguardo.

Otros pasaron la noche bajo la lluvia, escondidos en el monte, temiendo por sus vidas. “Pensábamos que nos iban a detener, como en otras ocasiones, pero nunca imaginamos que nos iban a desaparecer”, confesó uno de los sobrevivientes.

La reacción de las autoridades fue, según los testimonios, de omisión encubrimiento. Ni la policía estatal ni el ejército ni la marina acudieron a auxiliar a los heridos o a resguardar la escena.

Los reporteros y maestros que llegaron al lugar encontraron un panorama desolador: casquillos recogidos por los propios policías, sangre en los autobuses, estudiantes desaparecidos y una ausencia total de peritos o ministerio público.

“¿A quién reclamarle justicia si la misma ley que mata es la que levanta los muertos?”, se pregunta uno de los entrevistados en la obra de Gibler.

La versión oficial, conocida como la “verdad histórica”, sostuvo que los 43 estudiantes desaparecidos fueron entregados por la policía municipal al Cártel Guerreros Unidos, asesinados e incinerados en el basurero de Cocula.

Sin embargo, esta narrativa fue desmentida por peritajes independientes y por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que señaló la falta de evidencia científica que vincule los restos hallados en el río San Juan con los del basurero.

“No hay suficiente certidumbre científica o evidencia física de que los restos correspondan a los retirados del basurero de Cocula”, afirmó el EAAF en un comunicado recogido por Gibler.

Trabajadores del basurero negaron haber visto fogatas o actividad inusual la noche del 27 de septiembre, y la lluvia registrada esa noche reforzó las dudas sobre la posibilidad de una incineración masiva.

La experiencia de los sobrevivientes tras los ataques estuvo marcada por la desconfianza y el maltrato institucional. Muchos heridos no recibieron atención médica oportuna; algunos médicos militares se negaron a auxiliarlos, y los taxistas rehusaron trasladar a los heridos por temor a represalias.

“El director del hospital me dijo: ‘te hubieran matado, maldito ayotzinapo’”, relató un estudiante herido. Los militares, lejos de protegerlos, los interrogaron y amenazaron con entregarlos a la policía municipal, a la que los normalistas identificaban como responsable de la agresión.

Una respuesta pendiente

La búsqueda de los desaparecidos se convirtió en una lucha incansable de las familias, que recorrieron cerros, basureros y delegaciones, muchas veces sin apoyo oficial.

“Nuestros hijos sabemos que están vivos. No hubo tal quemazón como dice esta persona”, sostuvo Emiliano Navarrete, padre de uno de los desaparecidos.

Las madres y padres, acompañados por organizaciones sociales y expertos internacionales, desafiaron la narrativa gubernamental y exigieron pruebas científicas.

“Nosotros sabíamos que era una mentira lo del gobierno. Una mentira más”, declaró Blanca Nava Vélez, madre de Jorge Álvarez Nava, en una conferencia recogida en Una historia oral de la infamia.

El impacto social y político de la masacre de Iguala fue inmediato y profundo. La solidaridad se extendió por todo México y el mundo, con movilizaciones, marchas y protestas que denunciaron la impunidad y la violencia de Estado.

La persistencia de la impunidad, la manipulación de pruebas y la revictimización de las familias han mantenido viva la exigencia de verdad y justicia.

“No se les puede decir muertos, porque todavía no están muertos, porque ellos siempre van a vivir en nuestros corazones”, afirmó un estudiante de primer año.

A casi una década de los hechos, la memoria de Ayotzinapa sigue siendo un símbolo de la lucha contra la desaparición forzada y la impunidad en México.

Con información de Infobae