
La tarde en Utah Valley University transcurría como tantas otras en el calendario de la derecha estadounidense: un auditorio lleno de jóvenes vestidos con camisetas de lemas patrióticos, banderas ondeando con fervor y un discurso que prometía “defender la libertad” frente al “avance del progresismo radical”. En el centro del escenario, Charlie Kirk sonreía con la seguridad de quien se sabía protagonista de un movimiento político. Su voz, amplificada por las bocinas, retumbaba con frases cortas, diseñadas para encender aplausos: críticas a la diversidad, ataques a la “cultura woke” y advertencias de que los valores tradicionales estaban bajo un supuesto asedio.
El aire estaba cargado de adrenalina. Algunos manifestantes sostenían pancartas multicolores que apenas se distinguían entre la multitud conservadora.
Cada frase de Kirk arrancaba vítores, como si la política fuera un concierto y el orador, una estrella de rock de la indignación. Nadie imaginaba que, entre la euforia y los aplausos, un francotirador acechaba desde una azotea cercana, cargando un rifle que en segundos convertiría aquella tarde en una escena de horror.
Cuando sonó el disparo, el caos se apoderó del lugar: gritos, cuerpos agazapados, el eco metálico de las butacas cayendo mientras centenares de personas buscaban refugio. En el escenario, Kirk se desplomó abruptamente, víctima de la violencia que tantas veces había discutido en abstracto. Y de pronto, lo que había empezado como un mitin político con las armas y libertades como uno de los temas centrales, se convirtió en el símbolo más crudo de un país que juega con fuego en su discurso público.
El asesinato de Charlie Kirk en Utah no puede analizarse como un hecho aislado ni bajo la lógica simplista de “un agresor contra un líder conservador”. Lo ocurrido es la manifestación trágica de un contexto que él mismo, junto con otros referentes de la derecha estadounidense, ayudó a cultivar: un clima de polarización, odio y discursos absolutos que convierten a la política en un campo de batalla moral.
Kirk, desde la trinchera de Turning Point USA, hizo de la provocación su herramienta favorita. Fomentó una narrativa en la que los derechos de las minorías eran presentados como amenazas, donde los jóvenes universitarios eran demonizados por atreverse a cuestionar dogmas, y donde la diversidad era reducida a caricatura ideológica. Se convirtió en un símbolo de esa derecha que exige respeto, pero que rara vez lo otorga.
El giro irónico de su destino es que el proyectil que terminó con su vida no vino de un “enemigo externo” sino de un ciudadano estadounidense —Tyler Robinson— cuya biografía refleja lo que Kirk despreciaba: un joven sin afiliación partidista, vinculado con comunidades en línea, viviendo con una pareja transgénero. En otras palabras, encarnaba justo aquello que Kirk convirtió en su cruzada política.
No se trata, claro, de justificar el crimen. La violencia jamás es un camino legítimo, menos aún cuando se disfraza de causa política. Pero resulta inevitable observar la paradoja: Kirk murió a manos de alguien que probablemente representaba esa diversidad de identidades y disidencias que él mismo catalogaba como “amenaza civilizatoria”.
El progresismo debe evitar la tentación de celebrar su muerte. La izquierda madura entiende que la violencia política erosiona a las democracias y que cada bala disparada contra un adversario es también un disparo contra el diálogo social. Pero no podemos dejar de señalar que lo que hoy sacude a la derecha estadounidense es consecuencia de un fuego que ellos mismos alimentaron con discursos de odio, intolerancia y exclusión.
Las investigaciones sobre Robinson aún no confirman un móvil claro, pero sí, era un joven radicalizado en la cultura de internet, en ese espacio donde los límites entre el sarcasmo, la ideología y la rabia difusa se diluyen. Es decir, un producto de la polarización, no su creador.
Quizá la lección más dura sea esa: cuando se alimenta la política como un espectáculo de odio, los demonios no distinguen bandos. Kirk ayudó a sembrar un país donde la identidad del otro es la diana perfecta. Y en un giro cruel de ironía, terminó convertido en esa diana.